El pregón de la noche
Valiente, con la capucha de su sudadera cubriéndole la cabeza, cubriéndole del frío, cubriendo su identidad para adentrarse en la oscuridad de la noche.
Armado de su coraje y su palabra, como munición un arsenal de botes de spray que servirían al joven pregonero para difundir sus mensajes, para gritarle a la sociedad aquello que no le gustaba, lo que, bajo su juicio, debía cambiar. El frío de la noche se acentuaba con la siniestra luz amarilla que las farolas proyectaban sobre las aceras. Caminaba con aire lánguido por las frías y oscuras calles de una ciudad que tanto cambiaba del día a la noche, como si tuviera dos caras que se oponían la una a la otra, enfrentadas eternamente.
Veía las paredes de las zonas más acaudaladas de la ciudad, limpias, impolutas, donde ningún rastro de pintura que desentonara osa tocar la perfección de aquellos muros. Su mochila a su espalda iba bailando al son que sus piernas marcaban, con cada paso sus botes llenos de spray se movían de un lado a otro en aquella antigua maleta que el encapuchado llevaba a la espalda. Sentía la tentación de empezar su obra en aquel lugar, pero no lo hizo, en esa zona no apreciarían bien su obra, además la taparían a los pocos días.
En la parte humilde de la ciudad, donde el dinero escasea y difícil es encontrar a la familia que pueda llegar a fin de mes sin agobios. Sus paredes lucían menos limpias, más descuidadas, desconchadas y podían verse graffitis de muy poca calidad, chicos adolescentes que querían aparentar ser hombres «grandes» firmaban la pared, con una deformación esperpentica del alfabeto latino, con su pseudónimo con el que se podían creer los dueños de su barrio, detrás de las faldas de su madre.
A penas quedaba el más mínimo hueco en el que poder un poco de arte en tal amalgama de firmas, letras deformada de múltiples colores que se sobreponían unos a otros, quien fuera hoy el primero en firmar la tan poblada pared se hallaba sepultado por un manto de pintura de quienes reivindicaban ser escuchados, gente inconsciente de su egoísmo, que clama a gritos un mensaje que consideran importante sin saber que sus gritos eclipsaban a los que verdaderamente tienen importancia.
Ese no era buen sitio para empezar su obra, pues no tardarían en cubrirlo con más firmas estrafalarias que reivindican la atención que piensan que no tienen. Se fue sin pensarlo a la zona intermedia de la ciudad, donde los ricos conviven en armonía con los pobres, donde no privan firmas de adolescentes, ni el blanco puritano de una pared vacía. En una pared donde no molestara a nadie comenzó una obra que él mismo consideraría su modesta contribución al arte.
Dejando su mochila en el suelo, empezó a sacar botes llenos de spray de colores, plasmó en la pared de ese muro la que sería la primera pincelada. Sus ojos adquirieron un brillo especial, la pasión empezó a correr por sus venas, una chispa de magia aparecía en la pared donde el viejo grafitero había empezado a dibujar. Sentía su obra, sentía el dibujo que estaba haciendo como si se tratara del nacimiento de su primer hijo, sentía la mano moviéndose sola rápidamente a escasa distancia de la pared presionando el botón que hacía que el spray saliese.
El cielo nocturno empezó a cambiar de color cuando su pintura hubo terminado, se alejó dos pasos para verla por completo, viendo aquel círculo de centro violeta, fundiéndose poco a poco a negro, como si fuera la más bella de las flores, por encima de este la silueta de una mujer, una figura femenina y materna con los brazos abiertos a la espera de un abrazo.
Con un pequeño bote de pintura blanca se dispuso a firmar su gran obra en la esquina inferior derecha con una sencilla y humilde frase:
«Mi modesta contribución al arte»
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