La estrella ocre

La calle peatonal, una calle ancha donde se alzan los que son aspirantes a ser los edificios más bonitos de toda esta antigua ciudad. Las farolas aún se estaban encendiendo al ritmo que el sol se ocultaba, imprimiendo en el cielo del atardecer bellos colores rosas, naranjas y algún azul residual del cielo del que fue un precioso día, que se mezclaba con los tonos amarillos de las nubes dando un místico tono verde.


Pese a ser una de las calles principales, se mostraba completamente desierta, ningún transeúnte andaba aquellas milenarias aceras, que en cada paso que daba la historia parecía rebosar, como pisar un charco y ver como el agua se retira en una onda expansiva que se va disipando, una onda que se ilumina, mientras que de ella, de ese pequeño charco, salen los artistas, escritores, dramaturgos y grandes personas y personajes que alguna vez pisaron este suelo, materializándose ante mi. 

Como fantasmas, translúcidos e incandescentes, paseaban errantes por aquella calle ancha en con los últimos rayos del sol que ya apenas tocaban el suelo por la enorme sobra que proyectaban los edificios. Poco a poco, como si la onda expansiva que los creó se disipara, aquellos ilustres personajes se fueron desvaneciendo ante mis ojos. Aunque no presté gran atención, sabía que todo ello era fruto de mi imaginación, sin mayor preocupación continué mi tranquilo paseo contemplando como la calle era bañada por la desagradable luz naranja de las farolas.

Con un gesto tranquilo de mi mano y sin apartar la vista del suelo toda la luz que producían las farolas de la calle por la que caminaba se concentraron encima de mi mano. Resulta curioso contemplar el efecto que produce, todas las sombras cambiaron de lugar, parecían apuntarme a mí, la única, y por lo tanto más potente, fuente de luz, como si tuviera una enorme antorcha encendida, veía a la oscuridad, dueña de la lontananza de la calle, a penas veía el edificio que ponía fin a esta calle tan larga bifurcándola en dos plazas. 

Solté la bola de luz que tenía sobre mi mano, y esta empezó a subir por el cielo como un globo que se iba de entre mis manos para surcar los cielos, llevándose consigo, en su lento ascenso, la anti-natural luz anaranjada que emanaba. Poco a poco mis retinas se iban acostumbrando a esa tenue luz que iba quedando mientras el globo anaranjado subía y subía. Volvía a ver la calle iluminada por los últimos rayos de sol que se extinguían poco a poco dando paso a un crepúsculo de estrellas plateadas.

Una estrella destacaba ante el resto, era la estrella color ocre que yo había soltado, aquella que se fue de entre mis manos como el humo escapa entre los gruesos barrotes de una celda. ¿Quién podría decirme a mi que podría estar contemplando el cielo nocturno sentado en un banco de la plaza? Las estrellas fugaces pasaban sin cesar barriendo el cielo de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, y en todas las direcciones que se le antojaban.


Ninguna nube estropeaba aquella estampa, y mi estrella brillaba tan fuerte como una de las que más destacaban en el aquel firmamento libre de polución lumínica, la única especial, diferente y hermosa. Esa estrella que había sido formada con la luz residual de la ciudad, un objeto hermoso creado a partir de algo feo, un diamante en bruto que ha sido pulido para tener una bella forma. Al final, iba a ser cierto eso que dice la gente, que cuanto más feo te parece algo, más bonito es aquello que puedes hacer para contrarrestarlo.


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