La danza del fuego

Se acerca la noche, la luz de día poco a poco se va consumiendo en una lenta agonía, se presiente en la tierra, se ve en las nubes. La oscuridad empieza a cubrirlo todo, y aunque parece no acabar, termina por arrebatarle la luz al mundo como quien sopla una vela.


Alumbrando el camino con una simple antorcha bajaba el camino. Una noche sin luna, todo sumido en la oscuridad más profunda, bajo un manto de estrellas, una profunda y perturbadora quietud envolvía el ambiente, intentaba apresurarme en llegar abajo para evitar un encontronazo con cualquier criatura, fuera o no mitológica. La tierra se mostraba de un color cobre bajo la inquieta luz del fuego que bailaba a son de la suave brisa nocturna y el trote de mi caminar.  

El sendero se iba soterrando, mientras las paredes que lo confinaban iban apareciendo unas sombras que bailaban junto a la llama de la antorcha, me seguían, se creaban y morían en pocos segundos, parecían rogar que me estuviera quieto para seguir viviendo, seguir bailando su folclórica danza. El camino bajaba y bajaba y los muros de tierra que lo acotaban cada vez eran más altos y comenzaban a ser de piedra, apenas me daba tiempo a detenerme a contemplar la fantástica construcción de aquel camino excavado en la tierra.  

Ya podía escuchar la mar, casi percibía su sabor salado en mis labios. Las paredes del sendero eran ya acantilados que hacían frente a la gran masa de agua, invisible en esta noche tan oscura, tan sólo se podía escuchar el suave vaivén de las olas. Cuando llegué a la playa vi con mis propios ojos que el azul taciturno de la noche se había convertido en un naranja en continuo movimiento. Dos grandes hogueras se alzaban majestuosas sobre la arena de la playa.  

Sonaban unos timbales que hacían retumbar las rocas de los acantilados, sentía dentro de mi pecho el grabe sonido de aquella grave percusión. Me iba acercando a las hogueras, superaba con creces mi altura mientras bailaba a son de los timbales. El rápido son de la música, acorde con el sonido del mar despertaba algo en mi alma, como mi si mi ser más natural gritara por salir. 

Un anciano oculto retraso una máscara escribía, con un palo que usaba de bastón, antiguas runas en la orilla del mar que las olas se tragaban y este volvía a escribir algo distinto mientras cantaba. En el interior de la hoguera pude ver pequeños seres de fuego de un color amarillo incandescente bailando, formando parte de aquel rito, subían sus ardientes brazos y los bajaban, movían las piernas y daban vueltas siempre a compás de los enorme tambores.  

En las rocas que formaban los acantilados hacían pantalla donde eran proyectadas las sombras que el fuego danzante iba generando, unas enormes figuras aparecían, moviéndose en armonía con la música y el omnipresente sonido de las olas de la mar. Una gaita comenzó a sonar, los pequeños seres de fuego salieron tímidamente de la hoguera, como llamados por el sonido de la gaita, como con miedo al frío exterior, pero pronto se acostumbraron, cogieron confianza y reanudaron su baile, esta vez más lento y pausado, alrededor de la enorme fogata.    

Los gigantes de sombras de los muros se despegaron de estos, aunque pareciera imposible y se unieron al baile de los diminutos seres de fuego. Contemplaba aquella danzan estupefacto, sabía a qué venía, pero nunca podría haberme imaginado lo que estaba sucediendo. La otra hoguera estaba igual que la que yo tenía ante mis ojos, con esos pequeños duendes y las gigantes sombras bailando a su alrededor. 

El ritmo aumentaba, los seres mitológicos que ante mí tenía daban vueltas más y más rápido, mis pies me movían sin yo pensarlo, rodeando la gran pira de fuego, colocándome justo en medio de las dos hogueras. Fue cuando me percaté que junto al anciano había un gaitero y que en una pira los seres giraban en sentido horario y en la otra al contrario. Cada vez más rápido, más rápido. 

Los timbales sonaban más y más fuerte. De pronto, los pequeños duendes me rodearon y comenzaron a bailar a mi alrededor, pronto los gigantes harían lo mismo, pero sus movimientos eran más pesados. Los seres de fuego pararon y empezaron a alzar los brazos, los bajaban y volvían a subirlos, no obstante, las enormes sombras seguían dando vueltas, bailando alrededor de mi. Mis pies se despegaron del suelo hasta el punto más alto de al que llegaban las llamas de las hogueras. 

Sin esperarlo, el anciano clavó el bastón con el que escribía en la arena. Había finalizado su escritura, y cuando vinieron las olas los timbales callaron, tanto las fogatas como los seres diminutos de fuego así como los gigantes formaron un enorme remolino a mi alrededor que giraba en ambas direcciones a la par. Todo aquel fuego vino a mi y en menos de lo que se tarda en pestañear se metió en mi pecho. Entonces la penumbra ahogó la playa.

Poco a poco fui descendiendo hasta quedar tumbado, rendido en la arena. Al abrir los ojos, todo parecía normal, tranquila y taciturna, una noche sin luna. Ajeno a aquella bella noche, podía sentir el fuego en mi interior, en mi ardía una enorme hoguera, reposaba un gran poder en mi alma desde aquel rito. En mi interior, bajo este hermoso cielo estrellado, podía sentir la magia.


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