La venda de mis ojos
Todo aquel que es odia ser comparado peyorativamente, odia que le impongan una moralidad diferente contra la cual se revelará, enojando a su opresor, entrando en una espiral de odio autodestructivo en la cual el opresor endurecerá la imposición y la víctima se revelará con más fuerza. Y todo aquel que es odia ser subestimado.
Dando palos de ciego caminaba en la negrura, perdido deambulaba como un chiquillo, sólo en la oscuridad, en un mundo de adultos, perdiendo la inocencia e infancia a cada paso que daba. Asustado, sin saber qué hacer, continuaba hacia adelante como si quisiera cumplir la ley de inercia, sin saber qué había delante de mi.
Sentía como si a mis dos lados hubiera paredes encarrilándome hacia adonde tenía que ir, escuchaba voces sin ver los labios de los que procedían, la negrura los cubría mientras me decían cosas de lo más variadas. “Es tu decisión”, “Si no te gusta siempre puedes salirte”. Me sentía como un ángel caído directamente en el infierno, al que le dan a elegir la forma de tortura que más le gusta, pudiendo elegir entre jamás ser amado, no pronunciar jamás una palabra, no tener descendencia en tres vidas, no hallar más hogar que desierto, no ver más un eclipse de luna…
Mi punto de vista, mientras los demás, más ciegos que mis ojos, veían un gran abanico de posibilidades donde poder elegir, yo sólo veía un cárcel negra, no ser libre para hacer lo que quisiera, para ser lo que me gustaría, todo era lo mismo englobado en una cortina de humo de pseudo-libertad, tras la cual no había ventana alguna por la que entrara la blanca luz de la libertad.
Como si fuera una máquina, seguía caminando entre la negrura, sin saber qué me podía encontrar adelante, casi perdida toda esperanza podía ver como toda mi vida era un sinsentido de palos de ciego, gobernada por almas negras que se hacían pasar por lazarillo, mientras sus cinco sentidos estaban atentos en el dinero, veía como estaban ciegos de ese sentimiento que ellos llaman humanidad, cuando, por mi experiencia sabía, lo inherente al ser humano es el odio hacia el vecino, la avaricia, la guerra, la pereza… la estupidez.
Ahora, más que nunca sentía la carencia de lazarillo, nadie parecía dispuesto a ayudar a este pobre ciego, mientras las voces me decían que el camino debía seguirlo sólo y sin ayuda, dependía de mi. ¿Qué depende de mi? ¿Por qué es tan importante? Y si es tan importante ¿por qué me lo encargan a mi, un invidente al cual le han dicho que es incapaz de hacer nada por su cuenta?
Por qué, pregunto, pero no obtengo respuesta. Por qué preguntan, y exigen una respuesta, porque ellos creen tener más poder que yo, y en una sociedad gobernada por el dinero, genocida que diezma los sentimientos, hipócrita que te hace caer en un agujero sin la posibilidad de salir, decadente, lo tienen. Una sociedad donde un hombre sólo es un utensilio, una herramienta a usar que si es defectuosa es desechada, arreglada, sojuzgándola a voluntad de los dirigentes.
Mientras seguía caminando por esta selva de rosas marchitas, rosas negras de una noche, cuyas espinas atravesaban mi piel sin esfuerzo alguno. Dolía, y me sentía mojado por mi propia sangre. Olía a muerte, y comenzaba a asustarme más de lo que antes lo había estado, aunque feliz porque se olía el final de este calvario, el final de esta maldición, de este castigo.
Por fin volvería a ver el verde de los árboles alzándose hasta el cielo, el marrón de sus troncos y la tierra que los vio nacer, el amarillo y naranja de las hojas caídas en otoño, el azul del cielo con el blanco de las nubes, sentir la lluvia en mi cuerpo y no más lágrimas. Los colores cálidos de un amanecer, naranja, rosa. La luz cálida que da el rojo del fuego, las amapolas rojas. Y encima de mi el blanco más blanco. La negrura de antaño había pasado a la historia, el blanco había triunfado.
Comentarios
Publicar un comentario
Me gustaría saber tu opinión sobre esta entrada.