El verano sin fin
Un verano en el que el calor del sol te abraza. Tan solo el mar, amigos, una guitarra, y un reloj cuyas agujas no se mueven. Todo es tan distinto. Todo es tan bueno que desearía que no acabara nunca. Resuena en mi memoria esas risas en mil novecientos noventa y dos. Mi mejor verano. Un sueño hecho realidad, tan solo eterno en mis recuerdos y en viejas fotografías. Las llaves del Cadillac, una guitarra en el maletero y un depósito lleno que haría rugir el motor.
Cada kilómetro que las ruedas avanzan queda registrado en nuestra memoria para siempre. El sol del amanecer, el ruido del motor y la vieja carretera secundaria. Dejando árboles atrás, el velocímetro sube y sube mientras la brisa se abre paso por la ventanilla. Un suave ritmo country sonando desde la cinta de cassette me hace tararear la alegre canción, sin saber qué dicen exactamente sus letras, entendiendo lo que la música le quiere susurrar a mi corazón. Huele a verano, huele a el mejor tiempo de mi vida.
Camino hacia el sur, donde se siente el calor de un sol siempre brillante. El rojo logotipo de Coca-Cola muestra su refrescante caligrafía en los cartel de cada venta junto a la vieja ruta. El mar a mi izquierda, una playa con olas perfectas para surfear. Mantener un precario y milagroso equilibrio sobre la tabla, sentir el viento con pequeñas partículas de mar en mis mejillas. Mi pelo despeinándose y mi cadera intentando conservar mi cuerpo en pie hasta que desisten en su intento y caigo al agua.
Buceando por unas aguas transparentes, arenas blancas en el fondo, peces borrosos a mi alrededor. Salir del mar sacudiendo la cabeza para apartar los pelos de mi cara. Carreras por la orilla de la playa con los amigos, las risas tímidas de las chicas que nos veían caernos al picarnos unos con otros. Un sol que desciende lentamente por el horizonte hasta teñir todo con naranjas y amarillos. Con la guitarra sentado en la arena, tocando las canciones country que de camino había escuchado.
Sentados alrededor de una pequeña hoguera improvisada en la arena calentamos la comida que habíamos traído. Hasta la verdura sabe mejor después de un día como el de hoy. Bajo las estrellas, con el sonido de las seis cuerdas cantando acordes, el vaivén del fuego de la hoguera, el beso inesperado que anunciaba que el día no acababa tras la puesta del sol. La luna esa noche surcó el cielo para dejarnos ver un amanecer. El tiempo volaba en aquellos días hoy tan lejanos.
Quizás pretendiéndonos inmortales, queriendo que durara para siempre, odiando al otoño por suceder a esta magnífica estación. Que el viejo Cadillac no tuviera que dar la vuelta y seguir con el motor rugiendo por la ruta que nos llevaría al que fue nuestro mejor verano. Meto la mano en el bolsillo y no encuentro un móvil con el que estar encadenado a la red, se respira la libertad. No hay cobertura en ningún punto. Nada de eso existe hoy. Conectado directamente a la naturaleza.
Me desperté esta fría mañana de enero, con el sueño de un verano que no tuviera fin, en pleno dos mil diecisiete. Los recuerdos que creía tener de los mejores días de mi vida no eran más que un mero producto de mi imaginación, ni siquiera había nacido en el noventa y dos. Me quedo un momento mirando al infinito, asimilando todo lo que acababa de soñar, buscándole un significado, por tonto que parezca, me niego a aceptar que fuera un sueño y nada más.
El verano sin fin, ese que permanece en la memoria por siempre, en mi sueño puede que fuese en el noventa y dos pero hoy brindaré por el diecisiete.
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