La tierra no se mueve
Una vez, siendo tan sólo un chiquillo me encontraba distraído mirando al mar. Mi mente se había perdido entre las olas y los reflejos de un sol que se moría tras el horizonte, con los pies acariciados por la suave marea. Mis ojos se clavaban el un horizonte anaranjado de la tarde, pero mi mirada se perdía mucho más allá de de este. Fue cuando un viejo lobo de mar se me acercó, poniendo su mano sobre mi hombro me preguntó: «¿Te gusta la mar, chico?».
Quizás esta sea una historia de las que se cuenta en otro momento, hasta que ves que calló en el olvido sin ser contada. Tal vez solo sean los recuerdos de otrora tan valiosos para mi, como insignificantes para el resto del mundo. Pero aquel día cambió mi vida por completo, y quién sabe qué sería de mi si esa áspera mano nunca se hubiera posado en mi hombro, si no hubiera estado haciendo aquello por lo que mi madre me reprendía tantas veces: mirar a la mar.
Cuando el hombre me formuló a pregunta no supe que responder con palabras, mi mente aún se encontraba lejos de ahí. Tan solo pude asentir enérgicamente. En ese momento el marino sonrió: «Puedo enseñarte a navegar si estás dispuesto a casarte con la mar». Una sonrisa iluminó mi rostro, mi mente volvió a donde le correspondía: a mi cabeza. Y aunque siempre me había sentido marinero en tierra, como diría Alberti, en momento de embarcar por primera vez sentí miedo, a pesar de toda la ilusión.
No me costó aprender a hacerme al pequeño barco, lo sentía como una extensión natural de mi cuerpo, y aunque por aquel entonces fuese una parte insignificante de la tripulación, me sentía útil, como que había encontrado mi lugar en el mundo. Y aquel hombre me demostró no solo ser un gran maestro en todo lo relacionado con la navegación, en mi vida fue un gran mentor, y gracias a él he podido llegar a ser quién soy hoy día.
Cierto día, una marejada hacía que el navío se alzara y descendiera con gran furia, el miedo y el temor se había apoderado de los corazones de toda la tripulación, cuando él apareció, tranquilo, como si el barco estuviera completamente quieto, se paseó por la cubierta y nos dijo: «tengo tanto miedo de morir como vosotros, pero yo no dejo que me domine». Y al final, viendo con la filosofía de las canas, aquel temporal no era para tanto.¡Si yo supiera en aquel entonces los que me esperaban!
Recuerdo que cuando todo pasó yo estaba muerto de miedo, me temblaban las piernas y apenas me podía mover. Él se me acercó, y volvió a poner esa áspera mano de marino en mi hombro. Como la primera vez. Aunque él afirmaba haber pasado miedo apenas veía en sus ojos ni un rastro de pavor. «Recuerda que la tierra no se mueve, chico, sólo nosotros vamos de arriba a abajo, allá donde a voluntad del mar quiera llevarnos».
Quizás fuera un dicho de su tierra, tal vez un refrán, pero esa frase marcó mis días de marinería. No supe bien qué había querido decir con ello, pero para mi significaba que por muy mala que pareciera la tempestad, siempre, tras esta había calma, siempre un mañana lleno de esperanza, un puerto al que arribar. Para mi aquella frase fue la señal de confianza que necesitaba para levantarme y volver a hacerme a la mar por el resto de los días de mi vida.
Mi mentor era un hombre que no creía en el destino, y su lema era, por encima de todo, «somos lo que hacemos». Y para hacer algo, nadie mejor que él para hacer personas. ¡Quién sabe qué sería yo de no ser por él y por su filosofía de vida!
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