La alfarera

En un reino muy lejano que apenas aparece en ningún mapa, en un pequeño pueblo donde sus habitantes viven felices y ajenos a todo mal que asediara al reino, se dice que vivía la muchacha más bella de todo el reino, la cual había estado rechazando a todos los pretendientes que quisieron cortejarla. Vivía en una pequeña casa cerca de un lago, donde se dedicaba en cuerpo y alma a moldear el barro, a darle vida tan sólo con sus manos.

Vivía mirando hacia el cielo, con la esperanza de que una lluvia fina trasforme la tierra en barro para que sus manos lo moldearan. Según se cuenta, su cerámica era tan apreciada en todo el reino que desde campesinos de las aldeas cercanas, hasta caballeros y príncipes de reinos vecinos se acercaban a su modesta alfarería, buscando no sólo esos cuencos, platos y cualquier artesanía de barro que de sus manos nacía, sino también la exótica belleza sin igual de la joven alfarera.

Dicen que su piel tenía un color tostado, por su frente caían tirabuzones negros que en horas de trabajo se recogía en un moño, los rizos castaños que poblaban su cabeza caían hasta los hombros. Tras unos ojos del mismo color del caramelo se escondía una profunda mirada con un brillo lleno de inteligencia que a algunos asustaba, mientras que para otros era un atractivo sin igual. Y sus manos, a pesar de todas las horas de trabajo, se conservaban finas y delicadas.

Un buen día, un campesino vecino suyo se acercó a la alfarería. Como cada día, estaba llena de gente que venía de lejanos lugares para comprar su cerámica o proponerle matrimonio a la joven alfarera, a lo que ella solía responder con dulzura: «lo siento, mi señor, pero al barro amo, y sólo amaré a un hombre si es de barro». Cuando ya había vendido y rechazado a todos los que pedían su mano, el muchacho se acercó. Sin decir nada, la observó moldear el barro.

Contemplaba su belleza y cómo de un feo barro sin valor iba creando poco a poco un plato. El barro daba vueltas y vueltas en su torno tomando forma de plato, un plato con una forma especial. Después, con sumo cariño, metía el plato en un enorme horno, del que acababa se salir un plato que había moldeado anteriormente. Tras meter el ardiente plato en agua para enfriarlo y sacar las pinturas para hacer la decoración que lo haría tan especial se percató de la presencia del muchacho.

Ella le sonrió, tal vez cómo le hacía a todos, tal vez de una forma especial. Él eligió sentirse especial. «¿Vienes a comprar algo?» le preguntó con esa sonrisa tan bonita, pero él no supo qué contestar. Con un leve saludo con la cabeza se retiró, mientras se maldecía a sí mismo por no haber intercambiado palabra alguna con ella. Tarde tras tarde, el muchacho se presentaba en la alfarería y observaba a la chica sin decir nada, la cual lo miraba sonriente y volvía a su trabajo.

Cierto día, cuando ya en la alfarería tan sólo quedaba ella y la cerámica que no había conseguido vender aquel día, él se volvió a presentar tímidamente, como cada tarde. En sus manos había un pequeño muñeco hecho de barro. Como obra de un principiante era simple, feo y carente de toda destreza en el moldeo y horneado. Puso el muñeco entre sus manos expertas y lo contempló con esa mirada llena de cariño. Luego sus ojos se posaron en los del muchacho, llenos de ilusión.

«Dijiste que sólo amarías a un hombre si este era de barro. He puesto toda mi ser en hacer este muñeco, por lo que su alma es la mía. Aprendí a hacerlo viéndote cada tarde. Quiero ser el barro del muñeco para pasar la vida a tu vera».


Y aquella tarde, la joven alfarera encontró a su hombre de barro.

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