Quemando mapas
Se abría un camino entre las piedras, uno que se sabe dónde empieza, pero nadie en este mundo sabe dónde termina. Un camino que se tuesta bajo el sol en el día y se tiñe de azul la luz de la luna y las estrellas. Cuentan sus piedras que han visto romances, idilios que las noches arrastran por la misma senda, sobre ellas han derramado lágrimas de dolor y sufrimiento y han oído las risas de júbilo de quién ha llegado a su meta.
Sabía el camino su principio y su propio final, cosa que el caminante desconoce. Ni siquiera el tiempo es capaz de ver más allá de su propio presente, ¿cómo va a ver el final de una senda que se pierde en el horizonte infinito? El iluso caminante, con un mapa en la mano, cree conocer el camino sin vivirlo. Cree que puede planificar su impredecible travesía, en base a una idea abstracta del terreno, en forma de mapa. Nadie conoce una senda hasta que los pies han caminado su tierra.
Un camino, un simple extensión delgada de tierra que forma la línea casi siempre más corta que une dos puntos y sirve para caminar, pero ¿es la más interesante? ¿La que merece la pena? Mucho más grande de lo que el caminante pueda ser. Caminos de fuego. Caminos de hielo. Una senda que lleva implícita en su mera existencia la mano del hombre. En su recorrido lleva tatuado el nombre de aquella persona que un día por primera vez lo anduvo, cuando aún tan solo era de la naturaleza.
Caminos que están ya preestablecidos, que nadie cuestiona si realmente está bien seguirlo o hay una manera mejor de hacerlo. Yo ya había puesto un pie en el sendero, había dibujado en el mapa la ruta que quería seguir, sin saber que mi mente me pedía otra distinta. Como tantos otros me encaminé, mochila a la espalda, por aquel camino entre piedras, pero aunque tuviera dibujadas en él las montañas, el mapa nunca me diría lo que siento al verlas. Nunca podría describir el sonido del mar en un trozo de papel.
De pronto, te ves un día frente a la tierra que da forma a un camino que parece tan seguro, tan predecible. Tan tediosamente predecible. En tu mente está guardado como un tesoro el castillo que se cimienta sobre las nubes del futuro: el final de un camino que olvidamos que es incierto. De pronto ese día haces un alto en el camino. Parece no llevar a ninguna parte. Cada día igual que el anterior, portando en la mochila la carga de una vida que se escapa.
El triste estancamiento, donde el problema no está en que no se pueda seguir adelante, sino que es la misma mente, cansada de la monotonía, decide que no quiere ir más allá. Hay quien dice que en estas situaciones hay que dar un giro de ciento ochenta grados, pero eso simplemente hará que demos la vuelta y ya ni siquiera estaremos avanzando. Me planté ante el camino, me giré tan sólo noventa grados, ni uno más ni uno menos. Giré la cabeza de izquierda a derecha. Un último vistazo al camino.
Respirando hondo me dije «caminante no hay camino, se hace camino al andar». Doy mi primer paso fuera del sendero que me encarriló durante tanto tiempo. La pendiente es inclinada, y esto si que parece no llevar a ninguna parte. Por no hablar de la mala hierba que me llega hasta el cuello y que nunca sabes qué te puedes encontrar tras el siguiente árbol. Pero es por donde quiero ir. Quiero descubrir aquello que nadie haya visto jamás, ir tan lejos como permitan mis pies, aunque no haya camino.
Lo más importante no es elegir un camino seguro y fácil, sino quemar los mapas, hacer tu propio camino, caer, levantarse, insistir, aprender.
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