Veinte mil leguas
Retengo el aire en mis pulmones para sacar pecho, con las manos a la espalda, en una postura firme y autoritaria. Pasó la vista de izquierda a derecha por toda la cabina como si mis ojos fueran un faro, comprobando que todo está correcto. Serán estas veinte mil leguas la distancia más larga que recorramos. Veinte mil leguas que guardan un misterio tras otro, un viaje donde ver y vivir sueños que ningún hombre ha soñado. Cierren ya la escotilla que nos vamos, ¡que comience la inmersión!
El rugido inicial de las máquinas daban la señal inequívoca de que comenzábamos a hundirnos en un mundo de agua salada, donde nuestros pulmones no están acostumbrados a respirar, donde nuestros ojos no están habituados a ver. Una enorme máquina que se mueve entre las aguas de un universo desconocido con la lentitud de quién explora una tierra lejana, que es capaz de avanzar tan lejos como ningún hombre ha ido y descender a un lugar tan profundo que jamás un mortal haya puesto un pie.
El azul del exterior que se muestra a través de la llamada porta se hace intenso y omnipresente. Un banco de peces nadan siguiendo una corriente marina que intenta arrastrarnos con ella por babor. Tripulación, mantened el rumbo, descenso veinte grados. Me asomo a la porta de nuevo, viendo como la superficie se aleja y apenas se vislumbra el fondo. La inmensa masa de agua que nos rodea hasta donde alcanza la vista me impone cierto respeto, avanzando como si no nos moviéramos del sitio.
Dos delfines se mueven como si fueran sirenas a nuestro lado, a lo lejos un enorme tiburón va asustando a los bancos de peces que nadaban tranquilos. Las ballenas se pasean por estribor moviendo su enorme cuerpo en lontananza y por babor un pulpo navega a la deriva. Las medusas bailan con las corrientes, moviendo tentáculos a ritmo de vals a merced de la corriente. Dentro de esta caja metálica la tripulación trabaja eficientemente para mantener el rumbo, escuchando el leve rugir de los motores.
La luz del sol, teñida por el agua, entra coloreando de azul por el ojo de buey el metal de este submarino. Por sus pasillos se mueven constantemente los reflejos de la superficie que se disipan poco a poco, como lo hacen los recuerdos de un ayer mal pasado, mientras descendemos a las mismas entrañas del océano. La tenue luz de las bombillas que alumbran el interior de esta enorme máquina ganan terreno al sol, eclipsado por millones de litros de agua.
Me retiro de la cabina de mando, es un viaje muy largo y mi presencia en esta no siempre es tan importante. Aprovecho para pasear por los pasillos alumbrados por esa amarillenta luz artificial. Por las paredes miles de tuberías vienen y van a Dios sabe dónde. Continuó hasta la sala de máquinas, donde el constante traqueteo de estas casi no deja lugar a ningún pensamiento. A pesar de todo, me gusta pasarme por aquí y sentir toda la potencia y el calor que emanan.
El submarino se aleja lentamente de todo mar conocido, de la superficie y la tierra que ha sido nuestra madre. Se aleja del mundo que nos vio crecer y ahora nos despide llorando olas que van a romper a las playas más remotas, para que estas veinte mil leguas no sean en balde. Poco a poco la vida marina tal y como la conocemos empieza a cambiar en la oscuridad de la profundidad mientras vemos desde los seres más horrendos hasta los más cómicos.
El viaje que hace apenas una hora ha empezado ya no tiene vuelta atrás. Han comenzado ya las veinte mil leguas de viaje submarino.
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