El santuario del lobo

Desde la linde del bosque los chiquillos más jóvenes escuchaban temerosos el aullido de un lobo que avanzaba contra el viento. Huyendo todos despavoridos para sus casas o a un lugar seguro donde ninguna bestia fuese a comerles. Pero no todos se refugiaron, solo un niño se quedo desafiando al lobo en la frontera del bosque, desoyendo al miedo que le suplicaba ser un cobarde y mantenerse a salvo. Solo un niño capaz de abrir su mente y dejarse llevar por la curiosidad.

Con la respiración entre cortada, el corazón desbocado y en su mente aún resonando ese feroz aullido que movilizará con pavor a sus iguales, dio un paso al frente, sin sentirse superior, ni más valiente que el resto, tan solo llamado a caminar hacia las entrañas del bosque. Demasiado ingenuo para conocer el peligro real que un lobo representa, demasiado joven para comprender el poder que lo impulsaba a seguir caminando. A compás de el chapoteo de los charcos y el crujir de ramitas bajo sus pies, desapareció entre los árboles.

El niño nunca podría averiguar qué jamás saldría el mismo chiquillo inocente que había entrado. La magia que rodeaba la espesura, aquella que daba vida a cada hoja que de verde pasaba a amarilla, y moría siendo marrón marchitada, lo llamaba a usarla con la delicadeza de la primera vez. Con un gesto de asombro y levantando la mano consiguió crear una leve brisa que moviera las hojas más pequeñas. Sin dar crédito a lo que veía, volvió a alzar la mano, moviéndola de izquierda a derecha, creando remolinos de aire por doquier.

Aquello le gustaba. Se sentía fuerte, imparable. Correteó por las sendas haciendo que todo se levantará a su paso, divirtiéndose con cada ramita que salía disparada por los aires. Pasaron los días y pronto las piedras se alzaban a su voluntad y los pequeños animales más indefensos se acercaban a él, sabedores de estar a la vera de una buena persona. En ese momento el pequeño sintió sobre el pecho una gran responsabilidad, se percató de que aquel poder que controlaba manaba de la vida del bosque.

Conforme más conciencia iba tomando que tenía un deber para con todas las criaturas y plantas, mayor se fue haciendo su poder. Con un simple gesto de la mano transformaba una roca en una preciosa flor, cambiaba de color las hojas de los árboles, o hacía madurar los frutos que se encontraban verdes. Hasta que llegó el día en el que aquel que lo hubo llamado a dar el primer paso para adentrarse en el bosque apareció entre la espesura. Por primera vez el joven muchacho sintió miedo.

El inmenso lobo de un hermoso pelaje grisáceo se acercó lentamente, sin vacilar, mientras el muchacho hacía lo posible por reprimir su temor. El animal se colocó a su vera, invitándole a acariciarle el lomo y a que abandonara su miedo. Con su hocico olisqueó al joven, que permanecía quieto como una estatua hasta que el lobo asintió con la cabeza cerrando los ojos. Dando la vuelta sobre sus patas traseras dio dos pasos y miro hacia atrás comprobando que el chico le seguía.

El tiempo pasaba y el joven hombre y el lobo se volvieron inseparables, como si fueran un mismo ser. Aprendió la fuerza de la magia, a dominarla y no ser arrollado por ella. Se fue haciendo fuerte a par que su corazón adquiría la virtud de la nobleza. Adoptaba normalmente la forma física de un lobo blanco con la que se sentía más vivo que nunca, y con la que podía entender completamente cada enseñanza de su mejor amigo. 

Cuando al muchacho ya le empezaba a crecer un poco de barba, el lobo lo acompañó hasta la boca de un túnel en la maleza, tan alto como dos personas y ancho como cinco, un sitio en el que jamás había estado. Entró con recelo. El lobo ya había estado ahí años atrás, allí donde concluía el túnel era su lugar especial, aquel que tantos recuerdos le traía, donde aprendió a amar como un hombre. Un santuario para el lobo.

A lo lejos se escuchaba el agua de un riachuelo correr, un lugar precioso. Con un gesto solemne el lobo se arrancó del cuello un hilo rojo, se acercó lentamente al chico para entregárselo. Lo puso en su mano, mientras este la cerraba con fuerza, como quien coge algo efímero que teme perder. A partir de ese momento el lobo no tenía nada más que enseñarle sobre la magia. Desde entonces el temeroso niño que entró en el bosque, temiendo al lobo, pasó a ser hombre.

Ese día volví a nacer como un ser completamente nuevo, un lobo capaz de dominar toda la magia del bosque. Pasé de ser un inocente chiquillo al amigo más fiel del lobo. Ahí mismo aullé tan fuerte como él lo hizo el día que me llamó.



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