Resiliente

En una galaxia perdida entre las estrellas y la nada, salí de mi tierra natal y poniendo rumbo a lo desconocido me topé con una bonito planeta azul iluminado por una sola estrella que sus habitantes llaman Tierra, y así fue cómo descubrí el lugar más bello de todo el universo, ese mágico rincón de la Vía Láctea rebosante de vida y amor, donde aprendí a enamorarme sin miedo y sentir que estoy vivo. Ese lugar, que no es mi planeta, pero para siempre será mi hogar.


Yo llegué a la Tierra un día lluvioso, de los que apetece tan solo quedarse en casa disfrutando del calor que da el hogar. Me quedé maravillado de que del cielo cayera agua, creando charcos, haciendo que cada gota creara una onda cada vez que impactase sobre el agua. Me quedé prendado de ese grato olor que desprende la tierra al mojarse, del bonito paisaje bajo un húmedo manto que sueltan suavemente las nubes desde las alturas. 

Creí que no habría nada más bonito que esa escena, hasta que las nubes se despejaron y dejaron paso a aquella única estrella que los terrestres llaman Sol, con su cálida luz iluminando y dándole ese calor tan agradable a este alejado y bello planeta, junto a un arco que concentra a todos los colores conocidos, pero por lo visto este no siempre está ahí, colgado en el cielo, lo que es una pena porque me parece maravilloso, pero quizás lo efímero lo hace más bello.

Con el paso del tiempo, la vida en la Tierra me dejo ver la luz anaranjada de las tardes de mayo en la sierra que hace brillar el cielo, el rosa de las mañanas de verano en la orilla de la playa, donde la tranquilidad se queda dormida, los largos paseos entre las hojas marrones caídas en otoño, el aroma a Navidad en familia, la felicidad de las sonrisas de los niños cargadas de ilusión. Me enamoré de tus fiestas y cada sonrisa que estas generan.

Descubrí el perfume de las flores, aquellos seres tan delicados que parecen colocados en los rincones más insospechados del planeta por una mente superior con el único fin de alegrarle la vida a todo aquel que las viese. Cuando vi la nieve contemplé como la belleza se materializaba ante mi como nunca lo hubiera imaginado, paseé por las ciudades de todo el mundo quedándome con la esencia de cada lugar como si hubiera nacido allí, nadé entre la arena del desierto y descubrí su secreto en la luna de media noche.

Me sumergí en la sabiduría de los antiguos griegos como Platón y Aristóteles, la ingeniería romana y miles de inventos chinos que superaban a los artefactos de mi nave. Leí la historias más fantásticas que de la mente de un humano pudiera concebir, y así fue como quise ser un detective, un mago adolescente, el portador del anillo de Sauron, un caballero andante, el constructor de la catedral de Kingsbridge… Me enamoré de esas dos historias que hacen de este mundo un lugar único. 

Descubrí lo que es la libertad y lo que es sentirse libre cuando el viento se levanta. Conocí de primera mano que es el perdón sincero y la gratitud más absoluta, la hospitalidad y el gran tesoro del altruismo que se esconde en el corazón de cada uno de sus habitantes. Descubrí qué es el amor más verdadero y también la felicidad de estar enamorado, el gesto tan romántico de querer dar hasta la vida por otra persona de valor inestimable. 

Poniendo rumbo a lo desconocido me topé con una bonito planeta azul donde nació la poesía, sin saber que su mundo es en sí el perfecto poema, el que lo tiene todo, donde reí con cada alegría y en sus penas lloré, porque amo a esta tierra como si hubiera nacido aquí.

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