El cuerno vikingo

El viento sopla junto al acantilado con tal intensidad que parece que fueran melancólicos cantos de sirenas que resuenan en mis oídos. A veces pienso que el viento es como un espíritu que juega haciendo pequeños torbellinos con las hojas caídas, o un ser que se lamenta llorando ríos de soledad porque nunca ha encontrado para sí un ser afín. Otras veces al escucharlo sólo puedo preguntarme de dónde procede, y qué es lo que lo empuja a llegar hasta aquí.


Se escucha un cuerno sonar por toda la costa cuyo sonido se alza por encima del viento. La nieve cae lentamente allá donde mire, siento como algunos copos se posan en mi cara con la suavidad de un beso, otros simplemente impactan con mala idea contra mi. Abajo, en la orilla del mar, un enorme barco vikingo está atracado en el pequeño muelle. El sonido del cuerno vuelve a inundar todo el ambiente, mientras puedo ver cómo un diminuto hombre junto al muelle lo toca, llamando a todo el poblado.

Al fin llegó el día que me alejará de la que consideró mi tierra, cuando no es un simple páramo helado donde ni siquiera la vida pasa, congelada como lo hace el agua del ancho mar cuando se acerca el invierno. En el lugar dónde sólo el viento, portador de los helados copos de nieve, osa romper el silencio que crea el frío. A pesar de lo inhóspito que pueda parecer este poblado, siento que no quiero irme de aquí y separarme de mis raíces por tanto tiempo. 

Quizás para mi no sea una obligación el salir a conocer nuevos mundos, conquistar tierras más cálidas dónde no haga falta usar pieles para protegerse del frío. Como ejemplo, el herrero jamás ha salido del poblado, bien podría hacerme su aprendiz. ¿A quién  pretendo engañar? No sirvo para ese trabajo. Pero si de verdad quiero hacerme valer como vikingo tengo que salir ahí afuera, descubrir lugares dónde nadie haya estado, conquistar cada tramo de tierra que se aviste al horizonte.

De pequeño siempre había visto este momento como el que sería el más grande de mi vida, el día que subiera a un barco y fuera a ver el mundo con mis propios ojos, no por las experiencias que otros cuentan. Pero ahora que no era una ilusión en la mente de un niño sino algo que estaba pasando, siento el miedo a lo desconocido, a estar lejos de dónde me siento seguro, lejos de mi familia, de mi hogar. Y por primera vez si cabe, miedo al futuro.

Respiro hondo y el gélido aliento del mar entra por mi nariz tan frío que hasta me duele. En lo alto del acantilado veo como la mayoría de hombres del poblado están junto al barco, charlando animados, y contra mi estallan los copos de nieve en la lejanía. Me pregunto porqué me sentiré tan apegado a esta tierra, qué es lo que ha cambiado en mi para que no quiera dar un primer paso hacia el barco y surcar los mares como un buen vikingo.

El cuerno vuelve a sonar para los más rezagados. Por mí, para ser más exactos. Esperan a que entre baje, eso les haría mucha ilusión. Pero de pronto el viento cambia, pienso que quizás no esté tan mal aventurarse por una vez, salir de este poblado, que por inhóspito que parezca, es mi hogar. Pienso que el paso más difícil que hay que dar a la hora de afrontar algo nuevo es el primero, luego el resto no es tan trágico como parecía en un principio.


Vuelvo a respirar hondo, el aire ya no es tan frío, y me decido a dar ese primer paso, en parte convenciéndome a mi mismo que ya no hay vuelta atrás, pero también que lo peor que puedo hacer es arrepentirme, después de todo, de no haberme montado en ese barco, de no ser un buen vikingo. 


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