Una botella de ron
Con cien cañones por banda… ¿o tal vez una cifra más modesta? Quién sabe, no los he contado. El viento en popa, a toda vela, no corta el mar sino vuela este temido buque de guerra dispuesto a saquear todo lo que se mueva. Bajel pirata que llaman, por su bravura, «Más temido que el de Espronceda» ¡y he repetido a mi tripulación millones de veces que mi barco se llama «Libertad»!
Al timón, no hay mejor sitio para contemplar la mar que el timón de este navío. Que a veces salpican las olas, sí, bueno, más fresquitos estamos. Desde aquí puedo contemplar a toda mi tripulación en cubierta, tenemos un tuerto, un cojo, un mudo, un musculoso que apenas sabe sumar… somos la escoria del mundo, pero somos la escoria con el mayor botín del mundo. Y si se nos acaba, siempre nos quedará una de esas estúpidas fragatas inglesas que les gusta ir de punta en blanco. ¡La mar no distingue a nadie! ¡No trata preferentemente a quién vaya más limpio que nosotros!
Me encantaba esa sensación de volar sobre la mar cuando el viento iba a nuestro favor, sin rumbo fijo, pero ¿a quién le importa el rumbo? Este es nuestro reino, y mi bajel mi hogar, nadie puede robarle a este alma marinera el sentimiento hacia la mar, y mal rayo le parta al cabrón que, con osadía, pretenda pretenda distanciarme de la mar. Sé que de vez en cuando hay que pasar por tierra, recolectar alimentos, acariciar a los soldados que defiendan la ciudad con balas de cañón… esas cosas que hace la gente cuando tiene más hambre que el can de un ciego.
«¡Capitán! ¡Tierra a la vista!» Se escuchó decir al vigía, y, coño, qué susto me había dado el condenado.
«¡Tripulación a cubierta!" En medio segundo, a mi grito, todos estaban en cubierta. "Perros sarnosos, frente a nosotros se alza Porto Seguro, ¿alguien sabe portugués?» Obtuve el silencio por respuesta, y esbocé una malévola sonrisa, «Estupendo, recordad que estamos de visita amistosa, así que, ¡cargad los cañones! ¡Desenfundad las armas! ¡Alzad la bandera pirata!» Gritos de mi tripulación, «¡Corsarios míos! A por ella. El amor para los necios, atacad, saquead sin piedad, y que reine el Caos, la discordia y… lo que digo siempre, ya sabéis qué hacer».
Había que verlos como chiquillos deseando jugar con sus nuevos amigos portugueses, normalmente hubiera soltado la perorata completa, pero se la sabían de memoria, sólo querían ir a saquear todo lo que pudieran y más. «¡Eh! Que el que se pase con una dama le esperan cien latigazos que yo mismo le daré, ahora, divertíos». Somos malos, pero decentes, dicho sea de paso, ¡por las barbas de Neptuno!
Mientras los chicos se divertían bajo el lema «El amor para los necios» me quedé en mi camarote, rebuscando en mi bodega a un amigo fiel, que durante mis travesías me acompaña y que tantos momentos en los que tan solo mi soledad me acompañaba me servía de apoyo, hasta hallar la botella que lo confinaba. Me asomé por la ventana, orientada por la popa a estribor podía ver el fuego de una ciudad que estaba siendo saqueada hasta sus mismas entrañas, a babor la mar, y tan sólo la mar.
Una lágrima resbaló por mi mejilla izquierda mientras tomaba un trago de ron. Rápidamente me apresuré a secarla, ¿dónde se ha visto un pirata al que se le ablanden las asaduras? ¡Jamás! ¡Los corsarios son de sangre fría! ¡No lloran! Pero nada impedía a este navegante sentir un nudo en la garganta que casi me impedía seguir tragando el ron. Con un sentimiento que jamás sabré describir, un atisbo de locura, tal vez, que me hizo tirar la botella de ron por la borda, susurraré a los vientos unas palabras que jamás debería pronunciar un bravo bandido: «Te echo de menos…»
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