Allende los mares

Huele a lluvia. Pero hace siglos que aquí no cae una gota. Resuenan lejanos los ecos de la tormenta. Quizás me alegre, quizás la eche de menos. Tan solo grises nubes bajas quiebran la débil línea del horizonte. En otras tierras, en otras lenguas otrora desconocidas, cambiacapas hasta donde por donde alcanza la vista. La fuerte nao fue más frágil que una barca. Y yo varado de las aguas del tiempo, en el camino del fin de la tierra, resistiendo las olas que me llaman de nuevo a la mar.

Cuentan que la mar se llenó de las lágrimas de Perséfone que lloraba y lloraba desde el inframundo, sintiendo la soledad con cada fría caricia y cada beso helado de Hades. Por más que mire por los cuatro puntos cardinales, lejos de tempestades, los barcos siguen surcando. Quizás con destino fijado, o a la deriva, ¿quién sabe? ¿A quién le importa? Reconozco que ahora desde la orilla la solución a cualquier problema parece tan trivial, ¿por qué no es así en altamar?

¿Cómo se expresa el deseo de que el viento vuelva a soplar con ímpetu? ¿Cómo se describe el anhelo de volver a ver el suelo mojado? El sueño de que el cielo se despoje de todo color. Blanco, gris y negro. De un joven muchacho que disfrutaba haciéndose a la mar, a un hombre tentado por el cinismo que pavimenta la ciudad, donde nada es lo que parece e inexplicablemente todo lo es. La disyuntiva entre hacer lo fácil y lo correcto cuando ambos están enfrentados.

La niebla se cierne sobre todo lo que creía conocido. Refleja la luz de cada antorcha en un halo blanco, oculta la montaña más grande, y tiende una trampa mortal ante el abismo. El sonido de las olas resuena través de la densa capa de nubes, que es tenerla y perderla, llamarla y que se escape. Hay quien dice que mientras la niebla esté presente, la lluvia no aparecerá. Y así pasan los días, mirando allende los mares, buscando el menor rastro de una nube que no traiga solo niebla.

Sentado sobre una piedra, contemplo taciturno el barco varado en la orilla, desoyendo cualquier llanto de caracolas y sirenas que me llaman a desvestirme y entregarme al mar. A unirme a la mar. Hacer el muerto por la mansas aguas, resistiendo a flote por más manos persuasivas que me inviten a tocar fondo. Mientras, mis dedos se entretienen haciendo pequeños barcos de papel con los contratos sociales no escritos, lanzándolos contra la niebla. Desapareciendo a los tres metros, como si nunca hubiera existido.

Quizás haga un hogar de este páramo perdido en lo más profundo del océano, por donde nadie osa pasar por el miedo a lo desconocido. El más absurdo miedo a la soledad, como el triángulo de las Bermudas, absorbe la dignidad por aferrarse a los maderos del zozobrante navío de aceptar cualquier compañía. Imagino un horizonte surcado por carabelas a lo lejos. Una, ocho, trece. ¿Qué más da el número? La niebla apenas me deja ver las olas romper contra la arena.

Cuando más fuerzas siento de empujar de nuevo el barco a los mares, ahora que las viejas fotografías están hechas cenizas, un calambre recorre mi cuerpo, haciéndome dar paseos infinitos por esta playa donde atraqué el barco. Otro día más en tierra. El cielo completamente gris cuando no es azul. Nada de lluvia. Nada de viento. Atrapado entre los brazos un tiempo lejos de la realidad, sonde los tesoros enterrados por piratas a penas valen su peso en apariencia. Donde una historia interminable no dura más de un segundo.

Atrapado en una lágrima de Perséfone. Queriendo salir de aquí como una necesidad tanto como quedarme y no volver nunca. Varado de las aguas del tiempo, en el camino del fin de la tierra, resistiendo las olas que me llaman de nuevo al mar. Llamándome a la mar.

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