El pez plateado

Acababa un ciclo de millones que había visto, pero cada vez que veía empezar uno o terminarse no podía evitar emocionarse de la gran belleza del momento en el que la noche daba paso al nuevo día, o la tarde daba paso a un cielo estrellado. Sentía el privilegio de poder verlo desde un escenario único: alta mar.


La luna en el mar riela, como dijo Espronceda, y eso volvía ser un espectáculo natural para él, que, como capitán de su pequeño barco pesquero, podía permitirse el lujo de contemplar el lienzo infinito de un artista, donde el cielo y el mar eran uno, aunque fueran dos entes separados formaban sólo un bloque indivisible.

Mientras miles de estrellas coronaban toda la bóveda celeste de manera magistral, encontrando su reflejo en el extenso plano marítimo, donde el agua se encargaba de distorsionar aquellos puntos blancos sobre el gran fondo negro, haciéndolas bailar a compás de una insonora melodía, acompasada por las olas, como si lo hiciera en honor a la mismísima luna, la cual veía su bella imagen reflejada a la par que iluminaba su superficie.

Un pequeño pez plateado saltó intentando tocarla, haciendo que las gotas de agua salpicadas se iluminaran de una manera mágica. Al volver al agua no se podía prever adónde se dirigiría aquel pequeño animal. El mar era tan grande que parecía infinito, tan profundo que parecía tocar las mismísimas entrañas de la tierra, un misterio lo que guardaba en su interior. Aquella enorme extensión de agua salada lo tranquilizaba, pero debía estar alerta, en cualquier momento podría levantarse una tempestad y, embraveciéndose, podría poner en peligro su barco y a su tripulación.

La luna bajaba lentamente de su pedestal cuando una estrella fugaz apareció y cayó hacia el mar, tocándolo y desapareciendo. No podría saber de que parte vendría aquel cuerpo celeste que se había aproximado a la Tierra. No podía evitar hacer la comparación del cielo con el mar, infinito, pero en vez de profundo alto, no sólo tocaba las nubes, sino que las contenía, y en su interior sentía que el cielo, al igual que el mar, guardaba algo en su interior. Aunque sabía que resultaría bastante improbable, pero no quería relajarse demasiado sabía que en cuestión de segundos podrías formarse una tormenta que los sorprendiera en alta mar.

La luna hacia tiempo que había desaparecido en el horizonte, dejando un manto estrellado a su paso, y entre estrellas un vacío absoluto, donde la nada pasaba a formar parte de algo y un algo pasaba a formar parte de nada. Sin saber el verdadero tamaño de las estrellas, ni el millón de kilómetros a los que se encontraba se preguntaba sobre la existencia de vida extraterrestre. Imaginaba criaturas marinas mitológicas danzando en planetas a millones de años luz.

El mar, como el cielo contenía millones de peces y seres marinos, y entre ellos agua salada, donde la sal pasaba a ser omnipresente, elemento indispensable para la sostenible pero efímera vida en el mar. Pensó en todos los peces, desde los más superficiales hasta los más profundos. Imaginó el vértigo que sentiría si, desde su barco, pudiera ver el fondo sin agua que lo protegiera de la caída, y a la gran presión que estaría el fondo marino el cual es difícil, y casi imposible de investigar por este mismo factor.

El cielo comenzó a tomar tonos más claros conforme pasaba el tiempo, y las estrellas comenzaron a ocultarse para dar paso a la más grande de todas, por lo que a él, como capitán de su pequeño barco de pesca respecta. 


Empezaba un ciclo de millones que había visto, pero cada vez que veía empezar uno o terminarse no podía evitar emocionarse de la gran belleza del momento en el que la noche daba paso al nuevo día, o la tarde daba paso a un cielo estrellado. 

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